jueves, 30 de agosto de 2007

Sueño de una noche… de otoño

Una de la mañana: los ruidos ya parecen voces lejanas en tiempo y espacio. La plaza, casi vacía, comienza a llenarse de pasos perdidos. Cada árbol, un baño; cada banco, un hogar.
Él llega y se acuesta en uno de ellos, elegido al azar, sin tener en cuenta la buena protección que le brindan lo arbustos a su alrededor. Allí no hay tanto olor a orín y el vino en tetrabric se evaporó de sus manos. Aunque el banco esté frío y cubierto de rocío, él se acuesta de cara a las estrellas, que no se molesta en observar.
Muchas veces me he preguntado qué soñarían quienes viven en la calle, la respuesta que me formulo ha sido siempre la misma: no lo sé. ¿Será que los abrazará un frío tan helado que les llega hasta los huesos y no les permite pensar? ¿O se dejarán seducir por el fuerte pero acogedor aroma a hierbas que inunda la plaza? Ojalá los seduzca el Entrevero y les ayude a olvidar que ya es de día.
Noche cerrada, entorno silencioso, estampida. Se oyen gritos y relinchos. ¿Estará despierto? El centelleo de metales ilumina el centro de la plaza. Una espada surge por la derecha y el escudo no logra interceptarla: incisión profunda, corte doloroso. La víctima comienza a sangrar y la batalla, lentamente, se vuelve piedra. Cesan los gritos, también los relinchos, y la sangre pierde su intenso color rojo para convertirse en agua.
Nueve de la mañana y veintisiete minutos: se reincorpora y apoya ambas palmas de las manos sobre las piernas. Lo piensa dos veces y al final decide agarrar su mochila y levantarse. Tintineo, ¿monedas? ¡No! Ruido de llaves, muchas llaves grandes y pequeñas que aparecen amarradas a un pintoresco llavero. Se oye Madonna cada vez más alto... –Sí, papá, ya se que no te avisé, en quince minutos estoy en casa. No te preocupes, tengo mis llaves.

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